lunes, 28 de noviembre de 2016

Cero


Parte I. Hojas muertas

Siempre la veía pasar desde mi vieja tienda de libros, hipnotizado por la danza de rizos rojos de su cabellera. Aquel otoño fue extraño, lo recuerdo bien. No hacía frío, y aún planeaban algunos vencejos sobre las húmedas techumbres del barrio. Pero los días eran plomizos, y el viento constante había teñido las calles de amarillo con las hojas de los árboles. Ella solía dar largos paseos, siempre con la mirada perdida entre esa hojarasca inerte. Tiempo después, cuando su nombre se convirtió en un referente y el libro basado en sus memorias ocupó los primeros puestos en ventas, comprendí el porqué de esa mirada que tanto me estremecía.

Se titulaba “Cero”. Cuatro fonemas sobre una sugerente portada que simbolizaban su anhelo. Sus páginas hablaban de soledad. De esperas, perdones y promesas que nunca se cumplían. De la transformación de una persona, con proyectos e ilusiones, en nada. Y en la creencia que eso era exactamente lo que merecía.

Parte II. El punto de no retorno

La historia proseguía. En algún lugar de su mente sobrevino el recuerdo de cómo era su vida antes de la destrucción completa. Sintió un anclaje en medio del vacío, visualizó el rostro de personas amadas. La madre, el hijo. Miradas que no culpaban, ni arrasaban con los escasos centímetros de piel y de conciencia que le restaban. Se aferró a esos recuerdos que parecían formar parte de una vida pasada, lejana.

Muchos días transcurrieron hasta que empezó a comprender que lo anómalo habitaba en el desconocido que estaba a su lado. Que la senda se dividía en múltiples opciones. El renacer fue doloroso, y sintió la tentación de regresar al lugar que conocía. Pero no lo hizo. Las miradas la empujaban a seguir adelante. Y un día cambió el miedo por una fuerza descomunal y primitiva, casi animal. Reconstruiría cada pieza rota, inventando nuevos horizontes. El monstruo había crecido a su costa, pero ella ya no era débil, nunca volvería a serlo. Ni las súplicas primero, ni las amenazas después, la amedrentaron. Era como una alpinista venciendo el Annapurna, y pudo ver desde la cima cómo el ser amargo que casi la destruye se consumía, derrotado, y solo.

Parte III. Ayer es pasado

El día que ella entró en mi librería la reconocí de inmediato, a pesar de los años transcurridos. Con caminar torpe –mi avanzada edad poco más me permitía– fui hasta el estante donde guardaba su libro, y se lo extendí para que me lo dedicara. Ante mí estaba aquella mujer admirable, de mirada ahora firme y sonrisa tranquila. Era una dama. Siempre lo fue.  

Ojalá hubiera sabido entonces, aquel otoño. Podría haberle contado la historia de Jo March, la de Elizabeth Bennet o Isak Dinesen. La de tantas otras heroínas que durante décadas de lecturas habían alumbrado mis horas. Hay tantas cosas que me habría gustado decirle. Pero supongo que así son las grandes historias, pues no hay metamorfosis sin lucha, ni certezas sin dudas previas. Se salvó a sí misma, y yo sabía que el resto de mañanas serían para Ella. 

En la dedicatoria ponía “A quien me supo ver cuando yo creía que era invisible”.

 

                         "Begegnung mit Henri Matisse 1972" Autor: Dagmar Anders

domingo, 1 de mayo de 2016

Los Molinos del Tiempo




Su caminar es vacilante, a pesar de la ayuda que le presta su acólito.
 
—Vigile bien el paso, mi señor, que ya estamos llegando.
—Pero, ¿a dónde dices que vamos?
—A un lugar que a buen seguro le recordará uno de sus más famosos lances, amigo y señor mío.
 

El viejo apenas recuerda ya, son cuatrocientos años que pesan por cada milímetro de su piel. Solo ha accedido a emprender ese viaje porque su guía le ha prometido que, desde allí, vislumbrará todas las grandezas que en su vida pasada alcanzó a realizar.
 

Al fin, llegan. El anciano fatigado se sienta sobre la hierba al pie de un alcor donde se alzan unas estructuras blancas, enormes, altísimas, como jamás imaginó. Tres colosales brazos como lanzas divinas giran en armónica cadencia desde la cúspide de cada uno de los relucientes pilares. La luz del sol proyecta destellos metálicos a lo largo de las gigantescas estructuras, mientras un zumbido cósmico silba a cada volteo de las afiladas aspas. Ya es tarde y el astro rey empieza a declinar en el horizonte, alargando las sombras y tiñendo la estampa de añiles, rojos y amarillos.
 

—¿Está usted viendo y oyendo lo mismo que yo? A qué esperamos… ¡vamos contra ellos! —exclama Sancho—. Mas su larguirucho amigo no responde. Es extraño verle tan abstraído, pues bien esperaba que su amo emprendiera una de sus insignes locuras ante los estilizados y sobrenaturales objetos que tienen frente a sí. Pero don Quijote ni se inmuta, se limita a mirar.


Mi buen y querido Sancho, creo que ya acierto en mi memoria. Siéntate y reposa en silencio a mi lado.
 

 
Con lágrimas en los ojos, recuerda añorado. Ya no ve gigantes, pero los imagina. Resquicios de nobles ilusiones y forzosas empresas en las que acabó tantas veces malparado. Siente que esa España que hoy le brinda pleitesía y veneración, no fue antaño sino burla. Poco o nada ha cambiado apenas.

 
Junto a su fiel camarada, con quien compartió infinidad de desventuras, contempla esos extraños objetos que parece que jamás se detendrán, como el propio tiempo. Don Quijote sigue pensando ante los modernos molinos, sin hacer nada. Tal vez espera, y confía, que su movimiento no cese nunca y la gloriosa memoria que representan no borre su propio paso por la Historia. Al cabo, se levanta, y señala a su compañero el sendero de regreso.

 
Vamos, Sancho amigo, ya es tarde y la cena espera, arribemos hasta el coche, que el tiempo es corto y la conversación ahora larga…


 
                                            
                                   Parque Eólico Iberdrola La Cotera, Burgos