miércoles, 22 de noviembre de 2017

El sueño

El niño empezó a sentir frío. Era la primera vez que le sucedía, aunque había ascendido cientos de veces al lugar donde habitan las estrellas. Pronto el frío se convirtió en miedo cuando uno de los planetas insistió en que se quedara con ellos. Sus padres se lo habían advertido, pero él desobedeció igualmente. Era demasiado excitante la aventura. La inmensidad llena de luminiscentes y mágicos nuevos mundos. Pero ahora era consciente de lo lejos que estaba de casa. Recordó que otros niños habían quedado atrapados allí para la eternidad.
De repente un planeta particularmente egoísta, celoso del conocimiento que albergaba el niño, se adelantó amenazante, dispuesto a robarle su infancia. Pero una luna se interpuso y logró escapar. De nuevo en la Tierra, abrazó la seguridad de las cosas cotidianas y juró no regresar. Pero aquello no le hizo más feliz. Con los años comprendió que no era codicia lo que sentían aquellos planetas. Era una inmensa soledad.

Todo está escrito


Cuando decidió ser escritor le dijeron que todo estaba escrito, y que jamás lo conseguiría. Le auguraron el fracaso antes de empezar y un rápido olvido, aunque lo consiguiera. Pero él siguió escribiendo a la luz de la lumbre, al anochecer, cuando nadie podía reprocharle nada. Buscó una historia que nunca se hubiera contado. Pero, mientras desarrollaba el argumento, se dio cuenta de que alguien ya había contado lo mismo, con otras palabras. Desesperado, rompía manuscrito tras manuscrito, y acabó dándole la razón a su familia. Sumergido en una rutina gris consumaba sus días sin ilusión. Muchos años después, convertido en un acérrimo lector, cuando su caminar era ya torpe y vacilante, echó cuentas a la vida y se preguntó porqué habría abandonado su sueño. Le consolaron los cientos de libros que había leído, y la respuesta estaba ahí, precisamente ahí. Tal vez todo estuviera escrito, y vivido, pero jamás nadie lo había visto a través de su mirada. Tan solo su final pondría el final a todas las historias.



 
 
 

domingo, 5 de noviembre de 2017

Todavía no


No me gusta estar aquí. No me ha dado tiempo a comprender la complejidad del rito del que soy protagonista hoy. Durante muchos años lo viví y celebré atraído por la algarabía de la música, los bailes y las deliciosas calaveritas de azúcar. Ahora estoy al otro lado, y no acierto a encajar tanta sonrisa desde este gélido abismo.

Cada vez hay más flores. Y yo no voy a ir al Paraíso de Tláloc.

Nací en Tehuetlán, en México. Y desaparecí allí también. No me gusta usar “la otra palabra”. De pequeño escuchaba fascinado las leyendas sobre la llegada al Mictlán. Ya han pasado cuatro años, y se supone que debería haber avanzado. No he cruzado ni la primera puerta, anclado a este sonido externo, oxígeno, dolor y vida. Me piden que emprenda el viaje, para que mi Tonalli descanse. Pero ¿y si las historias que me contaron son ciertas? ¿Quién iba a querer atravesar la Séptima Puerta? Los vivos ignoran que los desaparecidos podemos seguir sintiendo miedo.

“Que la muerte que traes a tus espaldas que dé paz” me dicen. Pero yo no ansío el descanso eterno.

Poco a poco se van extinguiendo los fuegos y sonidos. La última vela se apaga y entonces vuelvo a sentirme solo de nuevo. La soledad es peor que todo lo demás. Quizá es este último pensamiento lo que me hace colocar sobre mis hombros una corona de Cempoalxóchitl. Una bella Catrina me indica cómo iniciar el descenso. Comienzo a abrir las puertas….

Teyollocualóyan. Ya estoy en la Séptima. La que me da pavor. Conmigo viajan muchos otros, pero apenas sí nos miramos. He vencido al río, al viento, a la nieve y el frío. A las montañas que me cerraban el paso. Incluso he superado el Temiminalóyan, que acabo de dejar atrás, esquivando las flechas que se empeñaban en hundir en nuestros maltrechos cuerpos. Ahora me espera el jaguar y el altar, y sé que ya es tarde para retroceder. Cierro los ojos y entro, agarrando firmemente la obsidiana que recogí en la montaña del tercer nivel de este Inframundo. Los que están caminando a mi lado esperan resignados. Mi duelo es en solitario. Yo miro alrededor y me lanzo, obsidiana en mano, contra el jaguar, dejándolo malherido. Lanzo cuchilladas aquí y allá, profiero gritos que causan pavor a mí alrededor. De repente sucede algo que no estaba en las profecías.

Mi atuendo ha cambiado. Es totalmente desconocido para mí. Sobre mi cabeza están las mismísimas fauces del jaguar, que me ha cubierto como si fuera un casco, rematado por vistosas plumas de Quetzal. En el centro del pecho, hay un corazón pintado de rojo intenso. El colorido de mi armadura me llena de fuerza vital. Prosigo mi camino, pero la Octava Puerta está cerrada. Alguien se me acerca y me dice: 

-No estás aceptando tu camino, tú no quieres reposar. Eres un guerrero. Tu lugar no es el Mictlán.

Un año después en el Día de los Muertos un colibrí se acercó a las flores del altar, aleteando con una viveza magnífica.

 

 
Tonatiuh, Dios Azteca del Sol