domingo, 12 de agosto de 2018

La Roca


Apareció surgido de la nada
En medio de aquella niebla
Superviviente de algún naufragio
Encaramado en la roca

 
La pleamar arrebataba la visión
Del soldado abandonado a su suerte
Me preguntaba por qué seguía atrapado allí,
Entre la vida y la muerte.

 
Arriesgué mi embarcación
Ávida por rescatar al fantasma.
Su mano alcanzó la mía
Tacto áspero de mil batallas ganadas y perdidas.


Amor fugaz, de otro tiempo,
Impredecible y efímero.
Ël regresó a su hogar,
Yo navegué en el mío.


Los cálidos días de verano
Presentes de un mar con memoria
Acudirán pronto a mí,
Y regresaré de nuevo a su lado.

 


domingo, 1 de julio de 2018

Fields of Athenry


Fue en el verano de 2012, en Gdansk, Polonia. Los Green Boys de Trapattoni necesitaban un milagro, pero sabían que se las iban a ver con un poderoso rival contra el que ya habían perdido en más de una ocasión. La Roja tenía que ganar ese partido para asegurarse un paso seguro a cuartos de final. Estaba el tema de césped, según leí. Y algo de los aéreos. No me pregunten qué demonios significa eso. Pero el caso es que Del Bosque tenía controlada la situación.

El milagro irlandés se esfumó en el minuto 3, cuando Fernando Torres marcó el primero de los goles, el más rápido de la historia de la Eurocopa.

El juego no hizo más que demostrar la superioridad táctica, técnica, física de la selección española, que en la segunda parte siguió marcando goles con el arte que caracterizaba entonces a nuestra selección. Silva en el minuto 49, Torres, su segundo gol en el 70 y Fábregas en el 83. Imparables, a pesar de los esfuerzos de Given, el portero. Pero fue a partir de ese minuto 83 cuando sucedió algo que recordaré el resto de mi vida. Me empecé a fijar en las gradas. Miles de tipos vestidos de verde cantaban cada vez más alto una de las canciones emblemáticas de Irlanda, una de las más hermosas de aquella tierra.  Fields of Athenry, se llama.

Cuenta es la historia de un joven al que se llevan a prisión por haber robado cereales para alimentar a su familia en la empobrecida Irlanda del s. XIX, durante la gran hambruna.  Una canción nostálgica, que habla de libertad. No sé qué les sucedería a los demás pero para mí el partido había dejado de disputarse en el campo. Aquello no era una derrota, era una victoria. La gente cantaba, alegre, como si de una fiesta se tratara. Recuerdo los comentarios de los que retransmitían el partido. Impactados. Emocionados incluso. En aquellos últimos minutos de partido solo se les escuchaba a ellos cantar a pleno pulmón que “todavía tenían sueños y canciones que cantar” y que “Nada importa, Mary, cuando eres libre”. Por entonces aún no me había aprendido la letra…ni falta que hacía para sentir que estaba pasando ahí. Sin duda aquello a lo que cantaban debía ser algo hermoso y los jugadores derrotados sentirían el orgullo de ser lo que eran. Representantes de un país alegre, unidos. Aquella noche puede que fueran ellos quienes más y mejor celebraran ese 4-0, a favor de La Roja.


Hoy España ha perdido el mundial, e Iniesta, el que nos dejó disfrutar de una noche mágica en el Mundial 2010, deja la selección. Así son los grandes y pequeños momentos en el deporte. Vamos muy necesitados de alegrías en los últimos tiempos y de algo que nos haga ir al uníoslo. Ojalá pudiéramos alegrarnos de esta derrota como hicieron los irlandeses en el 2012. Al cabo, sus corazones parecen esculpidos también a base de muchos sufrimientos.
 
 
 
 

domingo, 8 de abril de 2018

El lado soleado de la calle


En algún recóndito lugar de su primitivo cerebro latía aún el instinto por la supervivencia que le permitió existir los últimos años. Mientras, a su alrededor, se fueron marchitando las últimas formas de vida que, como él, habían ido perdiendo progresivamente los sentidos. Conocía perfectamente el final de los últimos navegantes, como les habían llamado los humanos, ya extintos. Simplemente se tendían en el yermo suelo y esperaban. Era un final tranquilo y silencioso. Resignado. El único movimiento que reinaba ya sobre el planeta era el de las reacciones físicas propiciadas por el violento final. Pura energía cósmica que regresaría al desconocido lugar de donde emergió.

Aquel último navegante recordaba vagamente a un hombre, aunque carecía de ojos y la nariz se había reducido una leve insinuación. Su piel áspera y negra que le había protegido durante los primeros años ya no era suficiente para exponerse a la luz solar. Tras el cataclismo que lo arrasó todo, aquellos seres fueron los únicos capaces de sobrevivir al calor infernal que abrasó casi la totalidad de la Tierra y secó los mares.

De todas las cosas que pudo observar de la beligerante, extraña e inteligente raza humana con la que había convivido, lo que más le gustaba era un objeto insólito que emitía una cadencia armónica de sonidos. Aquellas notas conectaban con algún recuerdo que su mente no lograba encajar, pero le daba paz.

El amanecer llegaría pronto. Eligió el dúo de Benny Goodman y Peggy Lee, y se sentó a esperar.

            Leave your worries on the doorstep
            Just direct your feet on the sunny side of the street 

Entonces se irguió y comenzó su camino dirigiéndose justo al punto donde el sol nacería para así poner fin a su propia existencia. El último vestigio de vida y humanidad resultó ser aquella imposibilidad de continuar en soledad.

La música continuó sonando sin más espectador que el propio Universo. Después, el silencio lo inundó todo.  

 
 
 

 

domingo, 25 de febrero de 2018

La Dama y el Pincel


Qué sabe de mis recuerdos la seca pintura
entreverada en mis menoscabadas hebras,
desde el pomo de cristal en el que reposo
entre trementinas y vahos oleosos.

Quisiera ser Tiempo
para tornar a bosquejar el rostro de la Dama,
y hallar de nuevo su luminosa mirada,
aquella que atravesó mi alma.

Guié la mano ciega del artista,
consumido por un amor tornado en frenesí.
Ella destellaba entre trazos cian y carmín
con haces de luz y sombras sobre aquel lienzo.

Maldigo el silencio y la quietud,
la lejanía que es condena
mientras mi memoria se destiñe, lánguidamente,
de Aquella a la di y me dio vida.

Añoro no ser tu hacedor perpetuo
y vivir eternamente
en tu inmortal sonrisa.



                                         "La ingenua", Pierre-Auguste Renoir

miércoles, 14 de febrero de 2018

El instante mágico


Cuando alcé la vista, hastiada por la monotonía del ir y venir mundano, todo era rojo y rosado sobre un fondo limpio de un leve azul en declive. Nuestro planeta empezaba a darle la espalda al sol para mirar hacia el cosmos. Algo tan inmenso que sigue su equilibrado pulso existencial y misterioso mientras nos perdemos a diario el regalo de cada atardecer.

 
Atardecer en Port de la Selva

martes, 6 de febrero de 2018

El salto


Sonaba una canción en sus pensamientos. “Ya verás como mañana el sol, de nuevo brillará”. Pero al día siguiente la oscuridad seguía. A veces soñaba que todo volvía a ser como antes pero el subconsciente siempre se encargaba de recordar que todo se rompería al amanecer.  Al final no hubo milagros. No está en la naturaleza de la Vida el ser compasiva.

Con la derrota, murieron también todas sus ilusiones porque aquel que iba a explicarle el significado de las cosas se había marchado para siempre. La niña creció con miedo, principalmente a ser feliz. Cuando rozaba esa especie de libertad, retrocedía, convencida de que la fragilidad de la vida volvería a arrebatárselo todo. Era cuestión de tiempo que llegara el siguiente mazazo. Aprendió a encajar los golpes como pocas personas de su edad porque en su mente solo se había preparado para ello. Pero se estaba perdiendo los paréntesis, los muchos buenos momentos que se le acercaban, y ella negaba. Las corazas trasmutaron su expresión en una máscara de conveniencias, y tan solo debajo de muchas capas se hallaba su verdadera persona, olvidada.

El responsable de truncar su vida regresó con el tiempo, asaltando a otras personas cercanas. No fue una sorpresa para ella, llevaba tiempo esperando que sucediera. Lo que sí fue una sorpresa, lo que marcó el cambio, fue que todas ellas salieron adelante por completo. A pesar de las dudas, del pesimismo que tanto se había cebado en su conciencia, vio cómo vencían la enfermedad, y cómo retomaban sus caminos, a veces convertidas en personas nuevas. Eso le hacía preguntarse por qué le tocó perder a ella y a otras les toca ganar. No había ninguna respuesta.

Pero el tiempo tenía un regalo reservado para ella, porque el miedo, aquel que siempre había sido su aliado, empezó a abandonarla. Descubrió que no se trataba de éxito o fracaso, que no había dos opciones. Comprendió que todo aquel que no se rinde siempre triunfa, y que no se trata tanto de luchar, como de asumir. Dar ese paso era como dar un salto al vacío, a lo desconocido. Pero qué era si no la vida. Un misterio. Y así iba a permanecer si ella solo se limitaba a observar y no a participar. La superación consistía en abrir los ojos. Si ellos habían podido abrir los ojos hasta el instante en que los cerraron o se curaron, por qué no iba a poder ella.

Sólo cuando fue capaz de dar ese paso hacia delante, ese salto, la Vida entró a raudales con todos sus matices, espantos, alegrías, bonanzas, incertidumbres.


Mar de nubes en el Montseny
 

martes, 30 de enero de 2018

El Mural


Me sentía muy nervioso. No quería perder el control y emocionarme más de la cuenta. No quería que me vieran triste. Había estado preparando el taller durante semanas. Se llamaba “Cómo seréis de mayores”. Traje diversos materiales (cartulinas, lápices, plastilinas…) para que los niños expresaran todo lo que quisieran en el mural.
 
Al fin llegué a la planta de oncología infantil y una patrulla de niños ansiosos con gorritos de colores esperaba en la sala. Durante un breve instante me tembló la voz al presentarme. Pero cuando les miré, uno a uno, allí solo había niños. No había rastro de enfermedad, del “monstruo” como ellos lo llamaban. Abrieron desmesuradamente los ojos cuando mostré el “instrumental” de materiales que llevaba conmigo. Sonrisas verdaderas, no las que los adultos ensayamos al hacernos mayores, no. Eran sonrisas auténticas, limpias. Los niños empezaron a dibujar y a recortar. Cuando acabaron había futbolistas, astronautas, bailarines…incluso hasta un cuidador de perros. No paraban de hablar entre ellos sobre las miles de cosas que iban a hacer cuando fueran mayores. Eran conversaciones atropelladas, llenas de ademanes torpes y geniales a la vez. La alegría era contagiosa.
 
—¡Marte no estará tan lejos con mis inventos!
—¡Mirad cómo estarán todos los perritos cuando yo les amaestre!
—Yo seré cantante ¡mirad qué bien me sale!
 
No eran distintos a los niños que jugaban por las calles, en los patios del colegio. Sus anhelos y fantasías, eran los mismos. Allí el miedo se combatía con ensueños y una valentía que pocas veces había visto. Y yo no tenía ninguna duda de que lo conseguirían.
 
Uno de ellos, quizá era el más tímido, tardó un poco más en dibujar lo que quería ser en el futuro. Al final se decidió. Había pintado un rostro infantil, sencillo. Tan solo consistía en un círculo con una sonrisa.
 
—¿Qué vas a ser tú de mayor? —le preguntaron los demás sin acabar de comprender el significado del garabato.
—Voy a ser muy feliz. Estudiaré medicina y curaré a todos los niños como nosotros. Y también a los mayores. De grande seré ese niño feliz que he pintado.
 
Al marcharme de allí, sentí que caminaba sobre alas. Todo era posible. Y una certeza cobró forma en mis pensamientos. El futuro. En ese mural estaba dibujado el futuro.
 
 

jueves, 25 de enero de 2018

DE QUÉ VAS


De modo que quieres guerra. Pues no sabes dónde has ido a parar, engendro del diablo. ¿Cómo te atreves? Me has traicionado. Prepárate a recibir mi venganza. No te vas a quedar mucho tiempo conmigo, campando a tus anchas.

Ya podéis empezar a trabajar, ejército de defensas. Os quiero bregando noche y día, sin descanso, hasta que no dejéis ni rastro de esas células enloquecidas. Mi corazón bombea sangre fuerte, mis pulmones aire puro, mi cerebro galopa.

Me haces perder el tiempo, y tengo muchos anhelos aún por cumplir. Tengo libros que leer y escribir, viajes que realizar. Tengo abrazos que compartir, “te quieros” que pronunciar. Unos padres que me necesitan, unos hijos a los que guiar y un perro que me espera cada día. ¿Y tú vienes ahora a decirme que esto se puede acabar? ¡De qué vas!

Lárgate. Desaparece. Esfúmate, monstruo cobarde.

Y déjame vivir, que no es mi hora. Acabo de empezar a tener claro qué y qué no deseo. Eso es un logro descomunal, ¿sabes? Qué eres tú, ¿una especie de ensayo del destino? Que no me cuenten milongas, tú no me harás valorar más lo que tengo. Yo ya sé lo que es esencial y lo que no. Lo que me falta es tiempo. TIEMPO. Sí, justamente ése que tú te empeñas en arrebatarme.

El miedo. Sí, claro. Sabes manejar como nadie esa arma. Pero de coraje no tienes ni idea. Ah, ¿así que vas a enviarme una fatiga insoportable, vas a intentar que no logre mi objetivo? Lo llevas claro, mi mortal e insignificante enemigo.

¿Ves esa montaña? ¿Aprecias su belleza? Pues me dirijo justamente allí, hasta su cima, contigo arrastrándote si te empeñas. Yo voy a ascender, un pie tras otro, sin esperar a iniciar mi marcha. Dudo que tu despreciable naturaleza sepa valorar la visión que te ofreceré. Pero regresaré una y otra vez a esa cumbre. Te juro que lo haré. Coronaré. Y un día, lo haré sin ti.

Si sabes lo que te conviene, da media vuelta, o prepárate al vértigo de las alturas, y al abismo de la VIDA. Asume tu destino. El exterminio total, porque voy a acabar contigo.

¿Qué cómo lo sé? Porque soy la dueña de mi ser hasta su último reducto. Soy fuerte. Soy valiente. Soy la que llevo el timón de la nave, la que toma las decisiones. Y tú no eres bienvenido a bordo.

De qué vas, maldito cabrón.
 
 
 
 

martes, 9 de enero de 2018

Hay una luz arriba


Mis padres me han prometido que esta noche va a ser mágica y especial. No se han podido quedar conmigo, en esta habitación hay sitio para ellos. Concentro mis sentidos, mi oído y vista, deseoso de escuchar eso tan mágico que ha de llegar hoy. Desde la ventana puedo ver algunas estrellas, el cielo se ha puesto de esa azul eléctrico que tanto me gusta…

Está a punto de vencerme el sueño cuando de repente Luis, mi compañero de habitación, se incorpora de un salto.

        ¿Estás oyendo eso? ¡Algo está pasando arriba! ¡Vamos!

No me da tiempo a reaccionar porque tira de mi brazo y me arranca literalmente de la cama, apenas sin tiempo de ponerme una bata. Yo también oigo ahora algo. Parecen campanillas y proceden de la planta de arriba, donde habitualmente esperan nuestros familiares. Misteriosamente, ninguna enfermera está hoy vigilando la sala, y otros niños –amigos míos– empiezan a salir de sus habitaciones. El sonido va en aumento. Es emocionante, somos aventureros y libres esta noche. Nos movemos con sigilo, entre risas y susurros. En las escaleras hay luces de colores que se apagan y encienden, como si nos señalaran un camino… Al llegar a la gran sala no podemos creer lo que vemos. Un árbol gigantesco, un pino de verdad como jamás había visto antes, del que cuelgan centellantes figuras, guirnaldas, campanas…Debajo hay paquetes de regalos relucientes. Pero lo que nos deja con la boca abierta son los seres que lo están decorando: elfos y duendes –como los de los cuentos– cantan alegremente mientras adornan el árbol y de sus gorros suenan cascabeles. En cuanto nos ven, se abalanzan sobre nosotros cubriéndonos de besos y abrazos, nos conocen por nuestros nombres…. Sara está tan emocionada que se ha puesto a llorar y a Miguel se ha puesto a saltar de alegría. Una a una, acabamos de colgar todas las brillantes figuritas. Entonces alguien apaga la luz, y el árbol se enciende en mil mágicos colores.

No sé a qué hora nos vamos a dormir. Yo hubiera seguido mirando esas luces del árbol para siempre, pero un elfo ha insistido en que nos debíamos ir a descansar todos pues mañana nos esperaban todos esos regalos y ahora les tocaba el turno de trabajo a los ángeles, que prefieren no ser vistos.

Al día siguiente no estoy seguro de si lo que ha pasado es un sueño. Mis padres están conmigo y están más nerviosos que yo. Si supieran lo que me ha sucedido esta noche… Nos llevan a todos a la planta de arriba donde está el árbol que nosotros mismos hemos ayudado a decorar con los elfos y los duendes. Los padres sonríen y entregan los regalitos a todos, sin saber que lo más especial lo recibimos ayer por la noche. Ellos también parecen haber vivido una noche mágica.

Entonces veo la purpurina. Apenas un rastro, en la frente de papá. Es curioso que uno de los elfos se pareciese tanto a él…
 
 

jueves, 4 de enero de 2018

La noche especial de Monsieur Tregouet-Dumont


En la Nochebuena del año de su mayor fracaso, a Frédéric Tregouet-Dumont le sucedió algo que no esperaba. Frédéric y su esposa Marie Prevost habían sido dueños de una modesta aunque exitosa cadena de repostería llamada Le Petit Doux Cadeau. Pero aquel establecimiento, que ambos cuidaban como si de una joya preciosa se tratara, se perdió con el tiempo. Nunca creyeron que la gente dejaría algún día de acudir a tomar sus exquisitos croissants y su chocolate, único en todo Limoges. El éxito les llevó, incluso, a abrir una pequeña sucursal en un bohemio barrio de París. Pero lo inesperado, sucedió. Como un efecto en cadena, cuando empezaron las pérdidas tuvo que reducir gastos, embargaron la mayor parte de sus bienes, todo para evitar tomar una de las peores decisiones de su vida: reducir a su personal. El matrimonio siempre se interesó por cada uno de ellos, eran toda su familia. Los hijos que nunca tuvieron. Habían convertido su negocio en una especie de hogar para muchos. Acogedor, luminoso. Y dulce. Un día, con gran dolor, tuvieron que decirle adiós para siempre. Al poco, Marie cayó enferma y falleció.

Frédéric no recuerda cuándo probó la primera copa. Tampoco recuerda el momento en que ya no sólo era una, sino varias. Era lo último que hacía al anochecer y lo primero al despertar, con un dinero que escaseaba cada vez más. Cuando dejaron de renovarle el alquiler de la pensión, encontró lugares donde poder guarecerse en los parques. Deambulaba entre la hojarasca hasta muy tarde, hablando con desconocidos. Al principio la gente sentía lástima por él, pero el antaño elegante y afable repostero tenía un comportamiento cada vez más arisco, y empezaron a evitarle.

Aquella noche era especialmente gélida. Frédéric ignoraba que era Navidad. Había perdido el interés por tantas cosas y el alcohol empezaba a anular todos y cada uno de sus sentidos. Esperaba encontrar un lugar donde cobijarse, encender una simple fogata y abrir ansioso su cartón de vino. Se sentó en uno de sus bancos favoritos mientras su confuso cerebro le traía vagos recuerdos de tiempos mejores. De sonrisas, de pasteles… ¡Oh, aquéllos maravillosos dulces! Lo que hubiera dado por saborear ahora una Saint Honoré. Pero sobretodo, le inundaba un dolor en el alma, indecible, por la ausencia de Marie. A lo lejos la gente hablaba de forma efusiva; “Feliz Navidad”, se decían entre sí.

Buscó en su raído abrigo el cartón de vino, que había logrado hurtar, dispuesto a borrar de su mente las imágenes que tanto daño le hacían, cuando se dio cuenta de que su brebaje no estaba allí. Rebuscó. No, no estaba allí. Se lo habría dejado, se le habría caído… Empezó a vociferar, asustando a otros que como él iban a pasar la noche a la intemperie. Aterido por el frio se tumbó. Al rato, empezaron las extrañas visiones.

La atmósfera se llenó de luminosidades intermitentes, especialmente de tonos amarillo y naranja. Había gente a su alrededor, algunos vestidos de rojo, otros de blanco. Eran ángeles que se acercaban a él y le hablaban. Reconoció a uno de ellos: era Marie, mucho más joven de lo que la recordaba, pero ahí seguían esa melena parda y su mirada tierna y serena. Estaba observándole y hablando con las otras presencias.

—¿No sabéis quién es? ¡Es el señor Tregouet-Dumont! Necesita más calor, ¡vamos, rápido!

Él yacía inmóvil, como sin un hálito de vida. Sintió que se elevaba hacia las estrellas. Hermoso cielo el de aquella noche. Era maravilloso emprender el último viaje junto a ella. De repente el cielo se tornó blanco. Y de nuevo esas luces que se apagaban y encendían.
 
—Aguante, señor Frédéric, ya estamos cerca....

¿Por qué Marie no le llamaría simplemente Fred, como siempre?

Cuando despertó al siguiente día, no había cielo ni infierno, sino la cama de un hospital. Una máquina registraba su ritmo cardiaco. Alguien permanecía sentado a su lado, una joven que vestía la chaqueta de color rojo eléctrico de la Cruz Roja. Era la “Marie” que había visto la noche anterior. Su ángel.

—Señor Tregouet-Dumont, me llamo Sandrine, tal vez no me recordará. Siempre me regalaba uno de sus dulces cuando yo era pequeña. Ya está Usted mejor, pero debe comer algo... —Y él vio como la joven le acercaba una humeante taza de chocolate y un croissant recién horneado.

Durante todas las mañanas del resto de su vida, que había empezado aquella Nochebuena, Sandrine le trajo un crujiente croissant para desayunar. A pesar de sus minadas fuerzas, él siempre le sonreía “Gracias, Marie”. Sandrine dejó de corregirle, pues esa creencia daba paz al bondadoso anciano. Ella le había devuelto su nombre, y con ello, su dignidad.

Frédéric murió poco tiempo después. Se fue plácidamente, con el reconfortante calor de la compañía que tanto había añorado, y recordando el delicioso sabor de las pequeñas cosas, que, en realidad, siempre son las más grandes y eternas.
 
 
 
Winter landscape. Christmas Eve, 1890