En la Nochebuena del año de su
mayor fracaso, a Frédéric Tregouet-Dumont le sucedió algo que no esperaba. Frédéric
y su esposa Marie Prevost habían sido dueños de una modesta aunque exitosa cadena
de repostería llamada Le Petit Doux Cadeau. Pero aquel establecimiento,
que ambos cuidaban como si de una joya preciosa se tratara, se perdió con el
tiempo. Nunca creyeron que la gente dejaría algún día de acudir a tomar sus
exquisitos croissants y su chocolate,
único en todo Limoges. El éxito les llevó, incluso, a abrir una pequeña
sucursal en un bohemio barrio de París. Pero lo inesperado, sucedió. Como un
efecto en cadena, cuando empezaron las pérdidas tuvo que reducir gastos, embargaron
la mayor parte de sus bienes, todo para evitar tomar una de las peores
decisiones de su vida: reducir a su personal. El matrimonio siempre se interesó
por cada uno de ellos, eran toda su familia. Los hijos que nunca tuvieron. Habían
convertido su negocio en una especie de hogar para muchos. Acogedor, luminoso.
Y dulce. Un día, con gran dolor, tuvieron que decirle adiós para siempre. Al
poco, Marie cayó enferma y falleció.
Frédéric no recuerda cuándo probó
la primera copa. Tampoco recuerda el momento en que ya no sólo era una, sino
varias. Era lo último que hacía al anochecer y lo primero al despertar, con un
dinero que escaseaba cada vez más. Cuando dejaron de renovarle el alquiler de
la pensión, encontró lugares donde poder guarecerse en los parques. Deambulaba entre
la hojarasca hasta muy tarde, hablando con desconocidos. Al principio la gente
sentía lástima por él, pero el antaño elegante y afable repostero tenía un
comportamiento cada vez más arisco, y empezaron a evitarle.
Aquella noche era especialmente gélida.
Frédéric ignoraba que era Navidad. Había perdido el interés por tantas cosas y
el alcohol empezaba a anular todos y cada uno de sus sentidos. Esperaba
encontrar un lugar donde cobijarse, encender una simple fogata y abrir ansioso su
cartón de vino. Se sentó en uno de sus bancos favoritos mientras su confuso
cerebro le traía vagos recuerdos de tiempos mejores. De sonrisas, de pasteles…
¡Oh, aquéllos maravillosos dulces! Lo que hubiera dado por saborear ahora una Saint Honoré. Pero sobretodo, le
inundaba un dolor en el alma, indecible, por la ausencia de Marie. A lo lejos
la gente hablaba de forma efusiva; “Feliz Navidad”, se decían entre sí.
Buscó en su raído abrigo el
cartón de vino, que había logrado hurtar, dispuesto a borrar de su mente las
imágenes que tanto daño le hacían, cuando se dio cuenta de que su brebaje no
estaba allí. Rebuscó. No, no estaba allí. Se lo habría dejado, se le habría
caído… Empezó a vociferar, asustando a otros que como él iban a pasar la noche
a la intemperie. Aterido por el frio se tumbó. Al rato, empezaron las extrañas visiones.
La atmósfera se llenó de luminosidades
intermitentes, especialmente de tonos amarillo y naranja. Había gente a su
alrededor, algunos vestidos de rojo, otros de blanco. Eran ángeles que se
acercaban a él y le hablaban. Reconoció a uno de ellos: era Marie, mucho más
joven de lo que la recordaba, pero ahí seguían esa melena parda y su mirada
tierna y serena. Estaba observándole y hablando con las otras presencias.
—¿No sabéis
quién es? ¡Es el señor Tregouet-Dumont! Necesita más calor, ¡vamos, rápido!
Él yacía inmóvil, como sin un
hálito de vida. Sintió que se elevaba hacia las estrellas. Hermoso cielo el de
aquella noche. Era maravilloso emprender el último viaje junto a ella. De
repente el cielo se tornó blanco. Y de nuevo esas luces que se apagaban y
encendían.
—Aguante, señor
Frédéric, ya estamos cerca....
¿Por qué Marie no le llamaría simplemente
Fred, como siempre?
Cuando despertó al siguiente día,
no había cielo ni infierno, sino la cama de un hospital. Una máquina registraba
su ritmo cardiaco. Alguien permanecía sentado a su lado, una joven que vestía
la chaqueta de color rojo eléctrico de la Cruz Roja. Era la “Marie” que había
visto la noche anterior. Su ángel.
—Señor Tregouet-Dumont,
me llamo Sandrine, tal vez no me recordará. Siempre me regalaba uno de sus
dulces cuando yo era pequeña. Ya está Usted mejor, pero debe comer algo... —Y
él vio como la joven le acercaba una humeante taza de chocolate y un croissant recién horneado.
Durante todas las mañanas del
resto de su vida, que había empezado aquella Nochebuena, Sandrine le trajo un crujiente
croissant para desayunar. A pesar de
sus minadas fuerzas, él siempre le sonreía “Gracias, Marie”. Sandrine dejó de
corregirle, pues esa creencia daba paz al bondadoso anciano. Ella le había
devuelto su nombre, y con ello, su dignidad.
Frédéric murió poco tiempo
después. Se fue plácidamente, con el reconfortante calor de la compañía que
tanto había añorado, y recordando el delicioso sabor de las pequeñas cosas,
que, en realidad, siempre son las más grandes y eternas.
Winter landscape. Christmas Eve, 1890